Cine
- Aquí Comitán
- 19 ago 2019
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Cine
La luz eléctrica llegó a Emiliano Zapata en 1974 y a mi casa a los 8 días de haber partido al cielo mi abuelita Juanita Muñoz, a quien Juany López Ángel le debe su nombre.
Tenía escasos diez años.
Por eso no conocí ni el cine ni la televisión, hasta después de esa edad.
El cine llegó a través de las "juchas" o húngaras, aquellas mujeres de vestidos muy largos que por unos pesos "leían la mano" a los caballeros para conocer su suerte o su destino.
Se estaban uno o dos días y luego se iban a poner sus películas mexicanas a otros ejidos, con sus enormes carpas y películas que, estando en lo mejor, se cortaban por tratarse de cintas viejas, añadidas con algún adhesivo.
Pero la primera vez que entré a un cine formal fue cuando el maestro Hernán Rodríguez Roblero, Director de mi escuela primaria, nos invitó a mi papá y a mí al Alameda, en la capital del estado. Fue como un premio por haber ganado el concurso de conocimientos de zona, y había que enfrentar a los otros ganadores, donde no di el ancho, dicha sea la verdad.
El asunto fue que la película era de sexo, tres equis, aunque el verdadero problema es que ahí estaba mi papá, y no quería que supiera que había visto de ese tipo de películas, y decidí abandonar la función.
Cuando salí me encontré a mi papá afuera, y al verme salir se comenzó a reír. Yo lucía en mi muñeca mi primer reloj marca Timex, otro de los regalos de mi director.
Entonces aquella fue una experiencia frustrada o fallida, pero intenté desquitarme cuando ya entré al primer grado de secundaria, en Tuxtla Gutiérrez, en el mismo cine.
Sin embargo no me fue posible porque el boleto de entrada era muy caro, por lo que fui al Cine Rex, más barato, a escasos metros del Alameda.
En el cine Rex había un letrero muy bueno con la siguiente oferta: "PRÓXIMO SÁBADO ENTRADAS DOS POR UNO".
Decidí, entonces, regresar al siguiente fin de semana, y mi estrategia fue averiguar quién iba a entrar solito para caminar a su lado y entrar con su boleto, hasta que un día el guardia de las entradas me regañó y no me dejó entrar.
Lo que ganaba como lavador de llantas y tapetes en un autolavado no alcanzaba para el cine.
Otra experiencia frustrada.
Cuando ya tenía dinero, carro, mujer e hijos lo que no había eran salas de cine en Comitán, por lo que viajábamos hasta Tuxtla Gutiérrez, pero después de tres horas de manejar (no existía la autopista a San Cristóbal) a la función sólo llegaba a dormir. Varias veces me pasó.
Más experiencias frustradas.
Después llegó Cinépolis a San Cristóbal de las Casas, y el viaje era más corto, pero el hábito de dormir en las películas se estaba haciendo más fuerte.
Tan fuerte se hizo esa costumbre que cuando Cinépolis llegó a Comitán y me volvían a llevar, me seguía durmiendo
Hasta que un día, viendo alguna trama del Séptimo Arte, me pusieron la charola con refrescos jumbo y palomitas mega grandes para dos, pegada a mí, y soñando alguna escena violenta brinqué y tumbé aguas y palomas sobre las personas de la fila siguiente.
Mis hijos y mujer hicieron como que no me conocían y ya no me volví a dormir, pero tampoco me volvieron a invitar.
Disraelí E. Ángel Cifuentes
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